Caía la tarde, y en el agua destellaban los rayos de un sol rojizo entre nubes violetas y rosadas. Me miraste y me dijiste que me amabas. Yo, demasiado herida para creerte, te cobijé de la fría brisa que nos azotaba en la velocidad del barco.
El mar, simulando mercurio, era todo un espejo plateado. Quedé sin palabras ante tanta belleza. Por encima de tu hombro me llené de paz mirando la calma por la que nos abríamos paso.
Miramos el horizonte, el mismo que uno y otro miramos del otro lado. Ironías de la vida. Hoy miramos al revés. Cuanto se siente la ausencia dentro de tanta belleza.
Me miras preguntándome por qué no me conociste antes… Se bien la magnitud de “antes”. Cuánto abarcas, cuánto quieres decir detrás de tanto ofrecimiento, detrás de tanta supuesta vida por vivir.
En medio de mi rebeldía, te hago un gesto de desdén que ni yo misma me creo. Y juego a que no me beses muriéndome porque lo hagas, porque hagas mujer esta niña rebelde que llevo dentro.
Nos detenemos. Ahora la brisa es más rápida que nosotros. Se siente la frialdad de la noche con menos fuerza, pero tú me cobijas en un acto varonil, en un detalle de macho… sin machismos, ni palabras. Invades mi territorio para desterrarme un beso y hacer volar las mariposas que dormitaban temerosas en este jardín que olvido.
Me entregas otra promesa, otra propuesta y en la despedida furtiva me niego a dejar aflorar mi sentimiento hasta quizás… la próxima vez… o la próxima…
No te diré que la noche cayó demasiado presurosa. Tampoco que me has regalado uno de los días mas lindos de mi vida. No te diré las cosas que me provocan tus piernas, o tus manos pequeñas, ni el primer beso, ni el último, ni la manera en que duermes. Ahorrate las preguntas. Aniquila este último minuto diluyéndome en tu savia… y dime adiós.
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